jueves, 14 de agosto de 2014

Antiutopías del siglo XX (I)


NAVES MISTERIOSAS.

(Silent running, 1971, Douglas Trumbull)



Douglas Trumbull, especialista en efectos especiales (2001, una Odisea del espacio, Encuentros en la Tercera Fase, Star Trek: la película y Blade Runner) dirigió Naves Misteriosas en 1971 a partir de un guion original de Michael Cimino, Deric Washburn y Steve Bacho. El presupuesto fue de un millón de dólares –una décima parte de lo que había costado, dos años antes, la película de Kubrick que había convertido a Trumbull en un cotizado experto en FX-. Joan Baez interpretó melancólicas canciones para esta fábula ecologista cuyo visionado ahora, treinta años después de verla por primera vez, me ha generado cierta inquietud.



Al principio de la película, la cámara se desliza a ras de suelo por un frondoso bosque hasta finalizar su sigiloso recorrido en un pequeño manantial donde un hombre, Lowell (Bruce Dern), nada felizmente en sus aguas. Las imágenes invitan a pensar en el paraíso perdido y una música evocadora –quizás demasiado- así lo subraya. Cierto: no tardaremos en saber que nos hallamos en el último vestigio de naturaleza viva en todo el Sistema Solar; una nave espacial, el Valley Forge, que orbita sobre la Tierra cual Arca de Noé para preservar los únicos restos de flora y fauna salvaje. El drama se plantea de inmediato. Desde la Tierra se ordena a los cuatro astronautas del Valley Forge el abandono de la misión y la destrucción del bosque. Tres de ellos celebran el inminente regreso a casa después de su aburrida estancia en el espacio, pero Lowell, el botánico a quien antes hemos visto zambullirse en el agua y cuidar cada planta con el esmero de un monje franciscano, se niega a aceptar la decisión, logra deshacerse de sus molestos compañeros de viaje y emprende una desesperada huida hacia ninguna parte con la única compañía de tres solícitos robots.


En una época marcada todavía por la revolución hippy y el despertar de movimiento ecologista, el conflicto que plantea Naves Misteriosas es menos ingenuo y maniqueo de lo que a veces se ha dicho. Lowell (cuyo nombre podría ser una abreviatura de love well: amor recto), enloquece cuando imagina la destrucción de una obra a la que ha dedicado ocho años de su vida, y no duda en eliminar a sus compañeros con el único fin de protegerla. Con la expresión siempre crispada que le confiere el actor Bruce Dern, Lowell actúa como un idealista radical, un Henry David Thoureau del futuro que, como el ermitaño de Walden, ha descubierto en la naturaleza la libertad que le niega el mundo que le ha tocado vivir. Se nos insinúa que, de la mano de la ciencia, el planeta azul ha sido desnaturalizado, domesticado hasta límites increíbles. Su temperatura constante es de 36 grados, las guerras y el hambre han sido erradicados, y las máquinas producen alimentos sintéticos de sobra para todos sus habitantes. No estamos muy lejos de ese mundo feliz y, sin duda, algo demencial que presagiaba Aldous Huxley. Resulta curioso, por otra parte, que sean los efectos del Sol los causantes de la desertización del planeta, pues fue precisamente en los años 70 cuando saltaron las primeras alarmas sobre la destrucción de la capa de ozono.




¿No es el momento de que alguien sueñe con un mundo mejor? Se pregunta Lowell, orgulloso de comer frutos plantados y recolectados con sus propias manos, frente al desprecio que sienten hacia él y sus costumbres de otro tiempo los astronautas del Valley Forge. Convertido en un navegante solitario, Lowell programa a los robots de la nave –prestos a convertirse en cirujanos de emergencia o en jugadores de póker, según convenga a las necesidades del protagonista- para que éstos le amparen en su último viaje a la deriva por el espacio. Unos robots, por cierto, que inspirarían el diseño de Wall-E. Solo que en la fantasía de Pixar el robot protagonista era el encargado de un macroverterdero espacial, mientras en que esta desencantada visión del futuro el robot superviviente queda convertido en el guardián de los últimos restos del edén.


Carlos Guiñales

martes, 8 de abril de 2014

Lejos del heroismo

CENTAUROS DEL DESIERTO

(The searchers, 1956, John Ford)


“¿Qué mueve a un hombre a vagar? / ¿Qué le mueve a viajar sin rumbo? / ¿Qué le mueve a dejar lecho y cobijo y dar la espalda a su hogar? / Cabalga sin destino...” Sobre los créditos iniciales suena la canción interpretada por Stan Jones. Un cartel nos sitúa en Texas, 1968. Una puerta se abre desde el interior de una cabaña. Vemos a un jinete que se acerca lentamente. Los personajes salen al porche: “¿Ethan?” murmura uno de ellos: es, en efecto, el Tío Ethan, que regresa a la casa de su hermano años después del final de la guerra.



Cuando la historia concluye, unos seis años después, la puerta que se abría al principio ahora se cierra. Ethan (John Wayne) queda de nuevo fuera y se aleja caminando hacia el desierto. Escuchamos entonces las últimas estrofas de la canción: “Un hombre buscará su corazón y su alma / buscará su destino por todos los confines / sabe que hallará la paz interior / pero ¿Dónde, Señor, dónde? / cabalga sin destino...”

En una entrevista con Peter Bogdanovich, John Ford resumió así Centauros del desierto: “Es la tragedia de un solitario. Es la historia de un hombre que volvió de la Guerra de Secesión, fue a Méjico, se hizo bandido, y probablemente combatió con Juárez o Maximiliano, más probablemente con Maximiliano, por lo de la medalla. Sólo era un solitario, que en realidad nunca podía formar parte de la familia”. Pero cuando Peter Bogdanovich le planteó si era ése el significado que tenía la famosa puerta, Ford se limitó a murmurar.



Recuerdo lo que en cierta ocasión escribió François Truffaut: “John Ford es un poeta que no habla de poesía, un artista que no habla de arte”. Y tal vez porque sabía que Centauros del desierto era una obra de arte, un poema escrito en imágenes sobre la tierra y las rocas cincenladas por el viento de Monument Valley, Ford no quiso explicar su significado. En cambio los exégetas del cine intentan, en vano, desentrañar un misterio insondable. John Milius, admirador confeso de la película, afirma que “Ethan es el héroe clásico del cine americano”. Y no es verdad. Es un comentario sesgado, similar al de aquellos que han acusado a la película de racista y reaccionaria precisamente por haberla juzgado solo por el perturbado comportamiento de su protagonista.


Creo que Ethan no es ningún héroe. Y, sin embargo, podía haberlo sido. Como Ulises, Ethan es un soldado que regresa al hogar, pero su guerra acabó hace tres años y además fue una guerra perdida, por mucho que no crea en rendiciones; Ethan vuelve en busca de una mujer a la que desea, pero esa mujer, que también continúa amándole -como insinúa Ford con gran pudor, en un sola escena, muda y en plano general- es la esposa de su hermano. Por eso cuando ella es violada y asesinada por el jefe indio Scar (Henry Brandon), su único propósito es vengar su muerte, aunque para ello utilice el pretexto de recuperar a sus sobrinas, secuestradas por los comanches. No hay heroísmo en la odisea de Ethan: cuando los años pasan y la niña superviviente, Debbie (Natalie Wood), crece y se convierte en una de las esposas de Scar –otro nómada que también perdió a su familia a manos de los blancos- Ethan, incapaz de asumirlo, intenta matarla; y, al final de la película, cuando por fin se produce el rescate, es Mose (Hank Worden) quien encuentra a la niña, Clayton (Ward Bond) quien dirige la misión y Martin (Jeffrey Hunter) quien mata a Scar y la libera: Ethan se limita a cortar la cabellera del indio muerto y a levantar a Debbie en sus brazos una vez que se ha apiadado de ella. ¿Qué clase de héroe es entonces? ¿Por qué al final no se marcha galopando, como hacía Shane (Alan Ladd) en Raíces Profundas sino caminando desolado hacia la nada? ¿No demuestra Ford su confianza en el futuro sacrificando a Ethan y Scar, los dos líderes racistas de ambas comunidades para que un mestizo (Martin) y una blanca criada por los indios (Debbie) puedan formar su hogar a este lado de la puerta? ¿Es entonces de la civilización del Oeste de lo que trata Centauros del desierto, como lo sería unos años después El hombre que mató a Liberty Valance, otra vez con John Wayne apartándose a un lado para dejar paso al futuro? Las preguntas sin respuesta que plantea la película son tantas como las enunciadas en la citada canción de Stan Jones.



 En Centauros del desierto se encuentra además la esencia del western: las dificultades de los colonos para hacer de la tierra prometida una tierra habitable, las heridas no cicatrizadas de la guerra civil, el odio irracional entre indios y blancos que desembocará en el exterminio de una de la razas, el precario establecimiento de la ley y el orden en toda la frontera, y la vida itinerante de comunidades enteras. En este compendio del género aparece incluso el Séptimo de Caballería, aunque Ford aprovecha para desmitificar el papel del ejército y ofrecer una visión crítica del trato que se daba a los indios en las reservas.




Todo ello, es cierto, se encontraba en la novela de Alan Le May que inspiró la película, pero Ford va mucho más allá de la magnífica recreación histórica del texto y convierte Monument Valley en un escenario abstracto, casi beckettiano, donde indios y blancos dan vueltas en círculo sin llegar nunca a encontrarse y, donde a medida que pasan los años, la búsqueda de Ethan se vuelve más paranoica y sinsentido. Como contrapunto a la violencia y al tormento del protagonista, Ford introduce personajes y escenas de humor que rozan lo grotesco. Centauros del desierto demuestra, una vez más, la facilidad que tenía Ford para pasar del drama a la comedia en una misma escena. 

Incomprendida durante años, fue rehabilitada a partir de los años setenta por críticos y directores como Steven Spielberg, Martin Scorsese, Paul Schraeder o Francis Ford Coppola. En la última encuesta de la revista Sight and Sound (2012), Centauros del desierto ocupó el séptimo puesto entre las mejores obras de la Historia del Cine.

lunes, 17 de marzo de 2014

Filmando nuestras vidas

LOS ILUSOS

(2013, Jonás Trueba)



“Yo tampoco sé muy bien lo que estamos haciendo. Es más bien como un documental de nosotros mismos”. La frase, pronunciada por el protagonista de Los ilusos, un joven aspirante a director de cine (Francesco Carril), enlaza con otra frase, ésta subtitulada, que abre la narración a modo de declaración de principios: “Se generan muchas expectativas acerca de lo que una película debería ser o representar. Esperamos ser trasparentes”. Pero también alude directamente al título -y al fondo- de la ópera prima de Jonás Trueba, Todas las canciones hablan de mí (2010).


El cineasta, hijo de otro cineasta (Fernando Trueba), parece obsesionado con la idea de hablar de sí mismo y de su entorno vital -tardes de cine y citas literarias, veladas entre amigos y rupturas amorosas,  la necesidad de filmar y la necesidad de olvidar-, pero lo hace convirtiendo la sinceridad -es decir, la búsqueda de la transparencia- en una figura de estilo. Todo en Los ilusos parece fruto de la improvisación, de la necesidad del autor de explorar su mundo sin querer atar los cabos, dejando que diálogos y planos se rebelen contra la hermética dictadura del guion. El bloc de notas adquiere forma cinematográfica. Trueba se permite el lujo de incluir una canción que dura siete minutos en un película de escasa hora y media; haciendo, eso sí, que la cámara se mueva y observe a los personajes con una sensibilidad prodigiosa.




Reivindicar la Nouvelle Vague más de medio siglo después de su eclosión parece haberse puesto de moda entre ciertos directores noveles. Jonás Trueba es uno de ellos. Los protagonistas de sus películas actúan igual que lo hacía Jean Pierre Leáud, alter ego de François Truffaut, en la serie de Antoine Doinel: todos ellos son víctimas de su propio ensimismamiento. Pero las similitudes no acaban ahí. Madrid y París son, en ambos casos, ciudades desnudas, inhóspitas y aburridas (impresionante el plano cenital de los personajes de los Ilusos cruzando la Plaza Mayor, completamente desierta, después de una noche etílica). La diferencia es que el joven protagonista de Los 400 golpes (1960) hallaba refugio en las salas de cine, mientras que las cinematecas de Los ilusos parecen en vías de extinción: el chico y la chica son los únicos espectadores de una sala donde se emite una copia ¡en Blue-ray! de la película que han ido a ver. El cinéfilo Trueba se burla de la propia cinefilia: el personaje más esperpéntico de Los ilusos es el dueño tronado de un vídeoclub de barrio que guarda películas ignotas en cintas de VHS que acabarán destrozadas por unos niños. Una imagen divertida y perversa del futuro que espera al cine del pasado.




Solo el último tercio de Los ilusos adquiere densidad dramática. La relación que se establece entre el aspirante a director y una estudiante de periodismo (Áura Garrido) durará solo unas horas -dos encuentros, un polvo y una confesión con las luces apagadas-, pero permitirá a Trueba reflexionar sobre el grado de madurez de su generación. Porque de eso habla también Los ilusos, de la necesidad de madurar del cine y de los cineastas de su generación. Rodada entre amigos en los ratos libres, fotografiada en blanco y negro por el inmenso Santi Racaj, y con un presupuesto mínimo, Los ilusos se convierte, bajo su aparente futilidad, en el retrato penetrante de unos personajes -soñadores en el fondo- perdidos en la ciudad gris. 

sábado, 15 de marzo de 2014

El viento que mueve la hojarasca

LA RUTA DEL TABACO

(Tobacco road, 1941, John Ford)



La Ruta del tabaco está basada en una novela de Erskine Caldwell, un escritor de raza negra que retrató la miseria y el racismo anquilosados en el sur de los Estados Unidos. Ford la rodó justo después de terminar Las uvas de la ira (1940) y antes de iniciar ¡Qué verde era mi valle! (1941). Tres películas que hablan de lo mismo (la perdida de la tierra, el final de una forma de vida arrasada por la pobreza y el correr de los tiempos, la destrucción del núcleo familiar) pero con un tono diferente: cobra en Las uvas de la ira la fuerza de un grito desgarrado que se distorsiona en los acordes grotescos de La ruta del tabaco y renace en ¡Qué verde era mi valle! convertido en una balada elegíaca. Juntos, estos tres poemas telúricos constituyen una trilogía tan coherente y admirable como la que, al final de esa la década, consagraría el propio Ford a la Caballería de los Estados Unidos.





Pocos personajes de la obra fordiana han inspirado tanta lástima y ternura como los sucios holgazanes de La ruta del tabaco. El viejo Jeeter Lester (Charles Grapewin) vive con su esposa Ada (Elizabeth Patterson) y dos de sus hijos, el neurótico Dude (William Tracy) y la asilvestrada Ellie May (Gene Tierney) en una granja de Georgia amenazada por las deudas y la expropiación. Los Lester destrozan coches relucientes en un solo día, atacan a un familiar para robarle unos nabos y hacen recuento de la vida en una noche de tormenta: Jeeter ni siquiera recuerda cuántos hijos han tenido, porque todos se marcharon sin dejar apenas una huella perdida en el camino. Los demás habitantes de la ruta del tabaco son igual de grotescos: vagabundos silenciosos (Slim Sommerville), religiosas de extravagante locura (Marjorie Rambeau) y brutos que nunca aprenderán a leer ni escribir (Ward Bond). Son figuras esperpénticas. Trágicas y cómicas a un mismo tiempo.





A esa sensación contribuyen los sutiles cambios de tono, el deslizamiento de sentimientos profundos en mitad de la farsa aparente, momentos en los que Ford se olvida de los gags, de las bocinas y de los coches destrozados para mirar, a la manera de los grandes artistas, sobre los seres humanos. Mirar a los ojos, desde dentro y no desde fuera. Al final de la película, como era previsible, el banco ha deshauciado a los Lester. Dude abandona el hogar y Jeeter entrega a Ellie May a los brazos del rudo y depravado Bensey (Ward Bond); la chica, a la que siempre hemos visto gatear descalza, busca unos zapatos, se lava la cara y contempla la belleza de su rostro reflejada en el agua. Por primera vez en su vida Ellie May siente que es feliz, pero la escena, de una sensualidad embriagadora, es también de un pesimismo atroz.




A continuación, Jeeter y Ada emprenden la marcha hacia el asilo, destino irreversible de los pobres; él camina delante, ella lo hace detrás, a unos pocos metros. Ford retrata la caminata con planos generales muy alejados. El viento sopla con fuerza y mueve las copas de los árboles en el atardecer. Son dos pequeñas siluetas recortadas en el horizonte, errantes y desoladas. Aparece entonces el coche del Doctor Tim (Dana Andrews), quien se compadece de ellos y les conduce de regreso a la granja, prestándoles un poco de dinero. Jeeter recobra por unos instantes la energía y el entusiasmo de su juventud; le dice a su mujer que volverá a sembrar tabaco, que la cosecha será espléndida, que los buenos tiempos tiempos volverán. Ada le mira con escepticismo: "¿Y cuándo vas a hacer todo eso?"


El viento sigue soplando sobre la tierra baldía, Jeeter percibe el olor de la hojarasca, se sienta junto al porche, acaricia a un perro tan hastiado como él y murmura: "Ah...tal vez...la semana que viene". En ese instante recuerda que lleva varios días sin ver a su madre: "Es posible que se haya marchado al bosque y puede que no sepa volver sola. Hasta es posible que haya muerto. Creo que un día de estos saldré a buscarla". Y cierra los ojos dejando su mano posada sobre el perro. El cansancio, la pereza, la soledad, la cercanía de la muerte jamás han sido tratados en el cine con tanta emoción.





jueves, 13 de marzo de 2014

Llamando a Barranca

SOLO LOS ÁNGELES TIENEN ALAS

(Only angels have wings, Howard Hawks, 1939)




Howard Hawks amaba la aventura. Por eso le gustaban tipos como Geoff Carter (Cary Grant) y Kid Dabb (Thomas Mitchell), hombres valientes y generososos, siempre dispuestos a jugarse la vida porque en eso consistía su trabajo. Y también le gustaban chicas como Bonnie Lee (Jean Arthur) o Judy Mac Pherson (Rita Hayworth), dispuestas a amarles a pesar de su manifiesta idiotez.  Pero a Hawks le atraía todavía más el riesgo. Solo que, a diferencia de sus héroes, él lo temía y decidió hacerse cineasta.






Barranca es, en todo caso, un lugar tan bueno como cualquier otro para hacer del riesgo un modo y un medio de vida. Ese enclave aduanero situado junto a un océano que casi nunca vemos, envuelto por la bruma persistente, rodeado de montañas humedas y azotadas por el viento, es una metáfora del purgatorio: un puente entre el cielo y el infierno, más cerca del segundo que del primero. Como la Casablanca de Richard Blaine, es puerto de tránsito de apátridas sin pasado. Solo se diferencian de los exiliados de la película de Curtiz en que para ellos no hay futuro más allá de las montañas. En el mejor de los casos, los aviones que despegan de Barranca regresan de nuevo a Barranca.





Solo los ángeles tienen alas discurre entre las cabinas de esas avionetas cochambrosas, la pista de aterrizaje y la cantina del aeropuerto. A veces los aviones se escacharran y los pilotos encuentran la muerte, pero en Barranca no hay tiempo para las lágrimas. Sus amigos bromean, beben y cantan. Olvidar es volar y volar es vivir: a veces volar es también morir. 




 Otras películas de Hawks, como Río Rojo, Río de sangre o Hatari, son también odas a la aventura, al espíritu de unos pioneros condenados a desaparecer, pero ninguna de ellas alcanza la trágica emoción de Solo los ángeles tienen alas, donde el último vuelo de Kidd Dabb se convierte en una epopeya íntima. Pero tampoco esta vez habrá lágrimas. La amistad, el valor y la dignidad prevalecen, como en Casablanca, sobre todo lo demás.




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