sábado, 15 de marzo de 2014

El viento que mueve la hojarasca

LA RUTA DEL TABACO

(Tobacco road, 1941, John Ford)



La Ruta del tabaco está basada en una novela de Erskine Caldwell, un escritor de raza negra que retrató la miseria y el racismo anquilosados en el sur de los Estados Unidos. Ford la rodó justo después de terminar Las uvas de la ira (1940) y antes de iniciar ¡Qué verde era mi valle! (1941). Tres películas que hablan de lo mismo (la perdida de la tierra, el final de una forma de vida arrasada por la pobreza y el correr de los tiempos, la destrucción del núcleo familiar) pero con un tono diferente: cobra en Las uvas de la ira la fuerza de un grito desgarrado que se distorsiona en los acordes grotescos de La ruta del tabaco y renace en ¡Qué verde era mi valle! convertido en una balada elegíaca. Juntos, estos tres poemas telúricos constituyen una trilogía tan coherente y admirable como la que, al final de esa la década, consagraría el propio Ford a la Caballería de los Estados Unidos.





Pocos personajes de la obra fordiana han inspirado tanta lástima y ternura como los sucios holgazanes de La ruta del tabaco. El viejo Jeeter Lester (Charles Grapewin) vive con su esposa Ada (Elizabeth Patterson) y dos de sus hijos, el neurótico Dude (William Tracy) y la asilvestrada Ellie May (Gene Tierney) en una granja de Georgia amenazada por las deudas y la expropiación. Los Lester destrozan coches relucientes en un solo día, atacan a un familiar para robarle unos nabos y hacen recuento de la vida en una noche de tormenta: Jeeter ni siquiera recuerda cuántos hijos han tenido, porque todos se marcharon sin dejar apenas una huella perdida en el camino. Los demás habitantes de la ruta del tabaco son igual de grotescos: vagabundos silenciosos (Slim Sommerville), religiosas de extravagante locura (Marjorie Rambeau) y brutos que nunca aprenderán a leer ni escribir (Ward Bond). Son figuras esperpénticas. Trágicas y cómicas a un mismo tiempo.





A esa sensación contribuyen los sutiles cambios de tono, el deslizamiento de sentimientos profundos en mitad de la farsa aparente, momentos en los que Ford se olvida de los gags, de las bocinas y de los coches destrozados para mirar, a la manera de los grandes artistas, sobre los seres humanos. Mirar a los ojos, desde dentro y no desde fuera. Al final de la película, como era previsible, el banco ha deshauciado a los Lester. Dude abandona el hogar y Jeeter entrega a Ellie May a los brazos del rudo y depravado Bensey (Ward Bond); la chica, a la que siempre hemos visto gatear descalza, busca unos zapatos, se lava la cara y contempla la belleza de su rostro reflejada en el agua. Por primera vez en su vida Ellie May siente que es feliz, pero la escena, de una sensualidad embriagadora, es también de un pesimismo atroz.




A continuación, Jeeter y Ada emprenden la marcha hacia el asilo, destino irreversible de los pobres; él camina delante, ella lo hace detrás, a unos pocos metros. Ford retrata la caminata con planos generales muy alejados. El viento sopla con fuerza y mueve las copas de los árboles en el atardecer. Son dos pequeñas siluetas recortadas en el horizonte, errantes y desoladas. Aparece entonces el coche del Doctor Tim (Dana Andrews), quien se compadece de ellos y les conduce de regreso a la granja, prestándoles un poco de dinero. Jeeter recobra por unos instantes la energía y el entusiasmo de su juventud; le dice a su mujer que volverá a sembrar tabaco, que la cosecha será espléndida, que los buenos tiempos tiempos volverán. Ada le mira con escepticismo: "¿Y cuándo vas a hacer todo eso?"


El viento sigue soplando sobre la tierra baldía, Jeeter percibe el olor de la hojarasca, se sienta junto al porche, acaricia a un perro tan hastiado como él y murmura: "Ah...tal vez...la semana que viene". En ese instante recuerda que lleva varios días sin ver a su madre: "Es posible que se haya marchado al bosque y puede que no sepa volver sola. Hasta es posible que haya muerto. Creo que un día de estos saldré a buscarla". Y cierra los ojos dejando su mano posada sobre el perro. El cansancio, la pereza, la soledad, la cercanía de la muerte jamás han sido tratados en el cine con tanta emoción.





jueves, 13 de marzo de 2014

Llamando a Barranca

SOLO LOS ÁNGELES TIENEN ALAS

(Only angels have wings, Howard Hawks, 1939)




Howard Hawks amaba la aventura. Por eso le gustaban tipos como Geoff Carter (Cary Grant) y Kid Dabb (Thomas Mitchell), hombres valientes y generososos, siempre dispuestos a jugarse la vida porque en eso consistía su trabajo. Y también le gustaban chicas como Bonnie Lee (Jean Arthur) o Judy Mac Pherson (Rita Hayworth), dispuestas a amarles a pesar de su manifiesta idiotez.  Pero a Hawks le atraía todavía más el riesgo. Solo que, a diferencia de sus héroes, él lo temía y decidió hacerse cineasta.






Barranca es, en todo caso, un lugar tan bueno como cualquier otro para hacer del riesgo un modo y un medio de vida. Ese enclave aduanero situado junto a un océano que casi nunca vemos, envuelto por la bruma persistente, rodeado de montañas humedas y azotadas por el viento, es una metáfora del purgatorio: un puente entre el cielo y el infierno, más cerca del segundo que del primero. Como la Casablanca de Richard Blaine, es puerto de tránsito de apátridas sin pasado. Solo se diferencian de los exiliados de la película de Curtiz en que para ellos no hay futuro más allá de las montañas. En el mejor de los casos, los aviones que despegan de Barranca regresan de nuevo a Barranca.





Solo los ángeles tienen alas discurre entre las cabinas de esas avionetas cochambrosas, la pista de aterrizaje y la cantina del aeropuerto. A veces los aviones se escacharran y los pilotos encuentran la muerte, pero en Barranca no hay tiempo para las lágrimas. Sus amigos bromean, beben y cantan. Olvidar es volar y volar es vivir: a veces volar es también morir. 




 Otras películas de Hawks, como Río Rojo, Río de sangre o Hatari, son también odas a la aventura, al espíritu de unos pioneros condenados a desaparecer, pero ninguna de ellas alcanza la trágica emoción de Solo los ángeles tienen alas, donde el último vuelo de Kidd Dabb se convierte en una epopeya íntima. Pero tampoco esta vez habrá lágrimas. La amistad, el valor y la dignidad prevalecen, como en Casablanca, sobre todo lo demás.




wikipedia

filmaffinity