jueves, 6 de agosto de 2015

Plan diabólico




PLAN DIABÓLICO (Seconds, 1966)



John Frankenheimer, un puente entre el viejo y el nuevo Hollywood



Nacido en Nueva York en 1930 y fallecido repentinamente en 2002, John Frankenheimer fue uno de los más grandes cineastas norteamericanos de los años 60, década en la que explotó todo su talento antes de diluirse ante la llegada de los jóvenes directores que cambiaron definitivamente el destino de Hollywood. En efecto, pocos años antes de la irrupción de George Lucas, Martin Scorsese, Francis Ford Coppola, Steven Spielberg, Brian de Palma y algunos otros (Peter Biskind describe esta etapa con profusión en su libro Moteros tranquilos, toros salvajes) surgió una generación de cineastas que hizo posible la transición del cine clásico de los años 50 al cine espectáculo de los 70. Fue la llamada generación de la televisión: Sidney Lumet, Martin Ritt, Delbert Mann, Franklin J. Schaffner, Arthur Penn y John Frankenheimer, sin duda el más audaz de todos, fueron sus más notables representantes.



El director en el set de rodaje.



Tras dirigir para la pequeña pantalla más de 140 capítulos de series como Climax, The Comedian o Startime, Frankenheimer debutó en el cine en 1957 con la convencional Un joven extraño (The Young Stranger, 1957) pero ya con su siguiente película, Los jóvenes salvajes (The Young Ones, 1961), reveló un estilo seco, directo y provocador que pronto se convertiría en marca de fábrica, logrando por fin su primera obra maestra con El mensajero del miedo (The Manchurian Candidate, 1962), asombrosa fábula de política ficción sobre un ex combatiente de la Guerra de Corea sometido a un lavado de cerebro, con el objetivo de acabar con la vida al presidente de los Estados Unidos, y cuyo estreno tuvo que posponerse al coincidir con el asesinato de Kennedy. Frankenheimer encadenó a partir de esta poderosa obra un rosario de películas extraordinarias: El hombre de Alcatraz (Birdman of Alcatraz, 1962) es un absorbente drama carcelario que abarca cuatro décadas de la vida de un hombre excepcional y refleja con rigor el paso del tiempo allí donde nunca parece pasar el tiempo; Siete días de mayo (Seven Days of May, 1964) es de nuevo la historia de un complot, esta vez abanderado por la cúpula del ejército para derrocar a un presidente del gobierno estadounidense que pretende reducir el gasto en armamento militar; El tren (The Train, 1964) es la fabulosa aventura, inspirada en hechos reales, emprendida por un ferroviario para salvar las obras de arte del Louvre secuestradas por los nazis al final de la Segunda Guerra Mundial; Grand Prix (1966) es una superproducción rodada en Europa sobre las carreras de Fórmula 1, un relato coral que habría gustado tanto a John Huston como a Howard Hawks y donde el virtuosismo técnico y la profundidad psicológica confluyen con armonía; Los temerarios del aire (The Gypsy Moths, 1969) es de nuevo la descripción de una especie de circo ambulante cuyas estrellas son pioneros del paracaidismo, acróbatas del cielo que aman y desprecian la vida a partes iguales; Yo vigilo el camino (I Walk the Line, 1970) es la balada trágica y desesperada de un hombre maduro –con los rasgos de Gregory Peck- platónicamente enamorado de una adolescente que se aprovecha de él para salvar a su familia en un pueblo perdido del Profundo Sur; Orgullo de estirpe (The Horsemen, 1971) es, cerrando el majestuoso ciclo, la extraña odisea de un jinete afgano que regresa al hogar paterno con la cruz marcada a fuego del penitente que ha deshonrado a los suyos. A partir de esa fecha su filmografía se vuelve más irregular, pero todas las películas citadas resultan modélicas. Salvo en Yo vigilo el camino, de cadencia más reposada, Frankenheimer demuestra un vigor narrativo apabullante, combina distintos géneros (thriller, drama, suspense, terror, romance y aventuras; solo el humor y la comedia
El hombre de Alcatraz (1962), con Burt Lancaster.
parecen escapar a su repertorio) y sostiene el ritmo sin desmayo. Su dominio de la tensión, especialmente a través de la puesta en escena y el montaje, resulta admirable. Como lo es el partido que saca a sus actores, especialmente a Burt Lancaster, protagonista de cinco de las películas mencionadas. Algunas, como El hombre de Alcatraz o El tren, fueron rotundos éxitos de crítica y taquilla; otras, como El mensajero del miedo o Siete días de mayo se vieron perjudicadas por su difícil digestión para un público norteamericano todavía demasiado conservador, apegado a unos valores tradicionales que en los años sesenta comenzaban a ser dinamitados. Plan diabólico (Seconds, 1966), sobre la que escribiré a continuación, fue un fracaso absoluto de crítica y público. Hoy, paradójicamente, me parece la obra maestra absoluta del director y una de las pesadillas más angustiosas y desesperadas que nos ha legado el cine del siglo XX.


De Arthur Hamilton a Tony Wilson



El comienzo de Plan diabólico (el título asignado en España a Seconds no me entusiasma, pero debo reconocer que el plan existe y roza lo diabólico) nos sumerge de pleno en una pesadilla de sombras kafkianas. A ello contribuyen los créditos iniciales diseñados por Saul Bass, la música de Jerry Goldsmith, la fotografía en blanco y negro de James Wang Howe –con el empleo de angulares extremos que distorsionan la imagen y crean aberrantes efectos ópticos-, así como el rostro sudoroso y gesto crispado del protagonista Arthur Hamilton (John Randolph), escrutado en primerísimo plano por una cámara –ahora quieta, ahora móvil- que le atosiga sin cesar al comienzo del filme, creando una atmósfera turbia y malsana desde el arranque.

Hamilton, antes de convertirse en Wilson.
 

La nota que le entrega un desconocido antes de tomar el tren, las llamadas telefónicas que recibe a medianoche o el silencio elusivo ante las preguntas de su inquieta esposa crean un suspense al límite de lo soportable. Lo único que sabremos de Hamilton durante el primer tercio de la película es que se trata de hombre maduro que trabaja en un banco y vive con su esposa en un lujoso barrio residencial; advertimos, por cierto, que apenas existe roce entre ellos y que parecen haberse acostumbrado a una vida conyugal más o menos cómoda, gris y monótona; su única hija reside en el otro extremo del país y apenas reciben noticias de ella. Arthur Hamilton no parece, en cualquier caso, un hombre feliz. Tal vez por eso decide acudir a la extraña cita fantasmal que le propone desde el otro lado del teléfono un viejo amigo llamado Charlie –y digo fantasma porque Hamilton creía que su amigo había fallecido-. Será un viaje sin retorno. Ahí comienza de la segunda parte de la película. 



No es casual que Hamilton acceda a la nueva vida que otros están a punto de crear para él a través de la puerta de un matadero de animales. Porque de eso trata el misterioso plan, de morir para volver a vivir (una falsa muerte accidental, un cadáver postizo, mucha cirugía plástica y una nueva biografía: detalles técnicos fáciles de resolver para el gran demiurgo). Hamilton, en efecto, dejará de ser Hamilton para convertirse en Wilson (ahora con los rasgos de otro actor, Rock Hudson). Se acabó la rutina: de casa al banco y del banco a casa, apacibles domingos de pesca y castas veladas junto a su esposa, siempre lo mismo. 
Algo más que una operación de estética.

Ahora Hamilton podrá ser otro: apuesto, libre de ataduras y con todo el futuro por delante. Al menos eso le cuentan en la misteriosa organización que le ha convertido en cliente vip. Podrá cumplir todos sus sueños: rejuvenecer, pintar, amar de nuevo y ser feliz. El mito de la segunda oportunidad puesto en bandeja con una sola condición: nunca podrá mirar atrás, hacia su vida anterior, porque entonces el sueño podría desvanecerse -como le sucedió a Orfeo tras rescatar a Eurídice del mundo de los muertos- y entonces lo perdería todo para siempre. 


No lo conseguirá. El joven Wilson (el viejo Hamilton) será incapaz de adaptarse a la vida en el edén. Tres secuencias dibujan el principio y el fin de la felicidad. La primera se sitúa en la bucólica playa de Malibú donde el ahora pintor tiene su estudio; allí conoce a una joven llamada Nora, (Salomé Jems), especie de espíritu libre de la que inevitablemente se enamora. 

Escena censurada en España

En la segunda secuencia la pareja asiste a una romería, alegre bacanal campestre donde corre el vino y los hombres y mujeres convierten el rito de la vendimia en un canto al amor libre (hay tantos cuerpos desnudos que la escena fue censurada en España cuando la película se estrenó) y Wilson, por fin desinhibido de todos sus complejos, de todo aquello que le impedía ser feliz, acaricia la arcadia soñada sin percatarse aún de que el nuevo mundo es tan falso como el viejo. 

La tercera secuencia será definitiva: en una nueva fiesta aparentemente más burguesa que la anterior pero definitivamente desconcertado y embriagado -en todos los sentidos de la palabra-, Wilson hablará de su pasado y sus nuevos amigos tendrán que hacerle callar. Por fin descubrirá Hamilton/Wilson que en Malibú solo puede ser uno más de la pandilla porque allí todos son iguales, tristes exiliados, renacidos sin pasado en busca de la segunda oportunidad; todos excepto su amada Nora, una simple pero eficaz empleada de la siniestra organización. Punto final al cuento de hadas.


Engañado, sabiendo que tampoco en la soleada Malibú podrá ser dueño de su destino, Wilson querrá convertirse de nuevo en otra persona, renacer una vez más. La tercera parte de la película describe su Viacrucis. Wilson lo intuye en el regreso a la casa que ya no le pertenece y en el reencuentro con la esposa que ya no puede reconocerle. Pero sus ojos se abrirán definitivamente en la visita final al tétrico purgatorio donde los renacidos esperan su salvación o su condena. Allí, en una escena reveladora, Hamilton/Wilson se encontrará con Charlie, el viejo amigo que le vendió para salvarse a sí mismo, como si del engaño de la estafa piramidal se tratara una vez más. Allí por fin el protagonista entenderá, cuando ya es demasiado tarde para todo, la verdadera naturaleza de su pacto con el diablo.


La búsqueda de sí mismo



“Cuesta menos avanzar cuando no se puede volver atrás”, le advierte a Hamilton uno de los maquiavélicos y persuasivos miembros de la organización. En efecto, si la tragedia del protagonista es su incapacidad para elegir su propio destino, la realidad que plantea Plan diábolico es la existencia de un sistema social opresivo que todo lo condiciona y la inutilidad de cualquier intento de fuga. Hamilton no es feliz con la rutinaria vida burguesa que lleva, pero tampoco encontrará la felicidad en esa otra vida aparantemente libre -en realidad, impostada- que tampoco le pertenece. Frankenheimer confronta una y otra vez al protagonista ante sí mismo, ante su doble identidad, y los espejos ocupan un lugar relevante dentro de la puesta en escena. El protagonista se mira y refleja en ellos en varias ocasiones, como si tratase no ya de reconocer su rostro sino de comprenderse a sí mismo. Durante la visita a su esposa –que no le reconoce pero advierte una extraña familiaridad al ver cómo ese extraño, que dice ser amigo de su marido, aprieta los puños con nerviosismo, tal como hacía su difunto-, tiene lugar uno de los momentos más desoladores de toda la película, cuando ella le dice a Wilson algo que jamás le habría confesado a Hamilton: “Nunca supe lo que él quería. Y creo que él tampoco lo sabía. Nunca nos sinceramos. Creo que Arthur había muerto mucho antes de que le encontraran en la habitación de aquel hotel”. 

Wilson se busca a sí mismo sin encontrarse durante toda la película.



Basada en un guion de Lewis John Carlino -que llegó a dirigir excelentes películas como la también muy amarga Los días impuros del extranjero (Sailor who fell from Grace with the sea, 1976), la negrura de Plan diábolico hace comprensible el fracaso que padeció en el momento de su estreno, pero con el tiempo se ha convertido en una película de culto para muchos aficionados al cine y su influencia sobrevuela éxitos del cine posterior. Puede ser casual o no, pero el aparentemente idílico y, sin embargo, impostado mundo de Wilson no está muy lejos del ideado por el guionista/demiurgo Kristoff (Ed Harris) para la marioneta protagonista del reality de El Show de Truman (The Truman Show, Peter Weir, 1998) ni tampoco del estrambótico paraíso de otro tiempo donde viven los evadidos de la sociedad moderna y consumista que habitan la secta de El bosque (The Village, N. Night Shyamalan 2004). Historias todas ellas sobre mundos paralelos y organizaciones que deciden cómo hacer feliz al individuo sin contar con él.

Carlos Guiñales