LOS ILUSOS
(2013, Jonás Trueba)
“Yo
tampoco sé muy bien lo que estamos haciendo. Es más bien como un documental de
nosotros mismos”. La frase, pronunciada por el protagonista de Los ilusos, un
joven aspirante a director de cine (Francesco Carril), enlaza con otra frase,
ésta subtitulada, que abre la narración a modo de declaración de principios: “Se
generan muchas expectativas acerca de lo que una película debería ser o
representar. Esperamos ser trasparentes”. Pero también alude directamente al
título -y al fondo- de la ópera prima de Jonás Trueba, Todas las canciones
hablan de mí (2010).
El
cineasta, hijo de otro cineasta (Fernando Trueba), parece obsesionado con la idea de
hablar de sí mismo y de su entorno vital -tardes de cine y citas literarias,
veladas entre amigos y rupturas amorosas, la necesidad de filmar y la necesidad de olvidar-, pero lo hace convirtiendo la sinceridad -es decir, la búsqueda de la transparencia- en una
figura de estilo. Todo en Los ilusos parece fruto de la improvisación, de la
necesidad del autor de explorar su mundo sin querer atar los cabos, dejando que diálogos
y planos se rebelen contra la hermética dictadura del guion. El bloc de notas
adquiere forma cinematográfica. Trueba se permite el lujo de incluir una
canción que dura siete minutos en un película de escasa hora y media; haciendo,
eso sí, que la cámara se mueva y observe a los personajes con una sensibilidad
prodigiosa.
Reivindicar
la Nouvelle Vague más de medio siglo después de su eclosión parece haberse puesto
de moda entre ciertos directores noveles. Jonás Trueba es uno de ellos. Los protagonistas
de sus películas actúan igual que lo hacía Jean Pierre Leáud, alter ego de
François Truffaut, en la serie de Antoine Doinel: todos ellos son víctimas de su propio
ensimismamiento. Pero las similitudes no acaban ahí. Madrid y París son, en ambos
casos, ciudades desnudas, inhóspitas y aburridas (impresionante el plano cenital
de los personajes de los Ilusos cruzando la Plaza Mayor, completamente desierta,
después de una noche etílica). La diferencia es que el joven protagonista de Los
400 golpes (1960) hallaba refugio en las salas de cine, mientras que las
cinematecas de Los ilusos parecen en vías de extinción: el chico y la chica son los únicos
espectadores de una sala donde se emite una copia ¡en Blue-ray! de la película
que han ido a ver. El cinéfilo Trueba se burla de la propia cinefilia: el
personaje más esperpéntico de Los ilusos es el dueño tronado de un vídeoclub
de barrio que guarda películas ignotas en cintas de VHS que acabarán
destrozadas por unos niños. Una imagen divertida y perversa del futuro que
espera al cine del pasado.
Solo el
último tercio de Los ilusos adquiere densidad dramática. La relación que se
establece entre el aspirante a director y una estudiante de periodismo (Áura
Garrido) durará solo unas horas -dos encuentros, un polvo y una confesión con
las luces apagadas-, pero permitirá a Trueba reflexionar sobre el grado de
madurez de su generación. Porque de eso habla también Los ilusos, de la
necesidad de madurar del cine y de los cineastas de su generación. Rodada entre
amigos en los ratos libres, fotografiada en blanco y negro por el inmenso Santi Racaj, y con un presupuesto mínimo, Los ilusos se convierte, bajo su aparente
futilidad, en el retrato penetrante de unos personajes -soñadores en el fondo- perdidos en la ciudad gris.