NAVES MISTERIOSAS.
(Silent running, 1971, Douglas Trumbull)
Douglas Trumbull, especialista en efectos especiales (2001, una Odisea del espacio, Encuentros en la Tercera Fase, Star Trek: la película y Blade Runner) dirigió Naves Misteriosas en 1971 a partir de un guion original de Michael Cimino, Deric Washburn y Steve Bacho. El presupuesto fue de un millón de dólares –una décima parte de lo que había costado, dos años antes, la película de Kubrick que había convertido a Trumbull en un cotizado experto en FX-. Joan Baez interpretó melancólicas canciones para esta fábula ecologista cuyo visionado ahora, treinta años después de verla por primera vez, me ha generado cierta inquietud.
Al principio de la película, la cámara se
desliza a ras de suelo por un frondoso bosque hasta finalizar su sigiloso recorrido
en un pequeño manantial donde un hombre, Lowell (Bruce Dern), nada felizmente
en sus aguas. Las imágenes invitan a pensar en el paraíso perdido y una música
evocadora –quizás demasiado- así lo subraya. Cierto: no tardaremos en saber que
nos hallamos en el último vestigio de naturaleza viva en todo el Sistema Solar; una nave espacial, el Valley Forge, que orbita sobre la Tierra cual Arca de Noé
para preservar los únicos restos de flora y fauna salvaje. El drama se plantea de inmediato. Desde la Tierra se
ordena a los cuatro astronautas del Valley Forge el abandono de la misión y la
destrucción del bosque. Tres de ellos celebran el inminente regreso a casa después
de su aburrida estancia en el espacio, pero Lowell, el botánico a quien antes hemos
visto zambullirse en el agua y cuidar cada planta con el esmero de un monje
franciscano, se niega a aceptar la decisión, logra deshacerse de sus molestos compañeros
de viaje y emprende una desesperada huida hacia ninguna parte con la única
compañía de tres solícitos robots.
En una época marcada todavía por la
revolución hippy y el despertar de movimiento ecologista, el conflicto que
plantea Naves Misteriosas es menos ingenuo y maniqueo de lo que a veces se ha
dicho. Lowell (cuyo nombre podría ser una abreviatura de love well: amor
recto), enloquece cuando imagina la destrucción de una obra a la que ha
dedicado ocho años de su vida, y no duda en eliminar a sus compañeros con el
único fin de protegerla. Con la expresión siempre crispada que le confiere el
actor Bruce Dern, Lowell actúa como un idealista radical, un Henry David Thoureau
del futuro que, como el ermitaño de Walden, ha descubierto en la naturaleza la
libertad que le niega el mundo que le ha tocado vivir. Se nos insinúa que, de
la mano de la ciencia, el planeta azul ha sido desnaturalizado, domesticado
hasta límites increíbles. Su temperatura constante es de 36 grados, las guerras
y el hambre han sido erradicados, y las máquinas producen alimentos sintéticos de
sobra para todos sus habitantes. No estamos muy lejos de ese mundo feliz y, sin
duda, algo demencial que presagiaba Aldous Huxley. Resulta curioso, por otra
parte, que sean los efectos del Sol los causantes de la desertización del
planeta, pues fue precisamente en los años 70 cuando saltaron las primeras alarmas
sobre la destrucción de la capa de ozono.
¿No es el momento de que alguien sueñe con un
mundo mejor? Se pregunta Lowell, orgulloso de comer frutos plantados y recolectados
con sus propias manos, frente al desprecio que sienten hacia él y sus
costumbres de otro tiempo los astronautas del Valley Forge. Convertido en un
navegante solitario, Lowell programa a los robots de la nave –prestos a convertirse en cirujanos de emergencia o en jugadores de póker, según convenga a las necesidades del protagonista- para que éstos le amparen en su último viaje a la deriva por el espacio. Unos robots, por cierto,
que inspirarían el diseño de Wall-E. Solo que en la fantasía de Pixar el robot protagonista
era el encargado de un macroverterdero
espacial, mientras en que esta desencantada visión del futuro el robot superviviente queda convertido en el guardián de los últimos restos del edén.
Carlos Guiñales